
En su libro Rondas nocturnas. Sexo, reclusión y extravío en el cine argentino (Ediciones Ciccus, INCAA, ENERC), Lucas Martinelli revisita películas, que van desde fines de los sesenta hasta el presente, para escarbar en cómo fueron representadas las sexualidades queer. Son análisis de alta intensidad política y, a la vez, profunda sensibilidad ante los detalles sobre las formas en las que el cine puede imaginar mundos deseables, por fuera de la norma heterosexual.
POR ERNESTO MECCIA (PÁGINA 12) – 15/11/2022

El libro de Lucas Martinelli es una poderosa y original invitación para revisitar películas del cine argentino con el fin de repensar las formas narrativas de la exclusión; puntualmente, las formas con que fueron representadas las sexualidades queer (tal la expresión del autor) junto a otro espectro de vidas; todas ellas predicadas por miradas hegemónicas que construyen inferioridades, caricaturas o que aparecen borroneadas por el silencio y la invisibilidad. El período analizado comienza con la renovación estética de la década del sesenta y culmina en la actualidad.
Es preciso resaltar la acción de la “revisitar” porque la intención del autor es volver sobre obras que han merecido una atención poco sutil por parte de la crítica y porque también cree que el cine –a contrapelo de visiones apocalípticas aún vigentes- puede ser una herramienta de transformación social. Cada nuevo visionado podría ser una nueva visión/versión de lo que vimos (o de lo que fuimos capaces de ver) y ese acto posterior tal vez podría ampliar la potencia de lo posible, que es como decir las posibilidades de lo vivible.
Una bella anécdota ilustra la concepción de cine que alienta el trabajo del autor. Cuenta que un amigo lo invitó a ver una película, se trataba de algo sobre homosexuales. Era el año 2005, tenía diecisiete años y aún no había manifestado su orientación sexual en público. En la sala de proyección hubo algo en aquellas imágenes que lo interpeló a querer vivir entre sus texturas. Escribe: “un descenso por los sótanos daba lugar al éxtasis, y la vuelta a la superficie desprendía caminatas placenteras por la ciudad que me ubicaban allí, errante, perdiéndome entre luces irisdiscentes. Me sorprendió una manera de mostrar las cosas: los encuentros entre los personajes no presentaban ninguna culpa, sino que eran vividos desde el goce como invitaciones a experiencias nuevas. Las palabras del narrador acompañaban un proceso de exploración que me dio ánimos para salir y compartir con otros lo que me pasaba. Un año sin amor (2005), de Anahí Berneri, puso en escena ante mis ojos la fricción entre la asunción de la propia sexualidad y la falta de entendimiento del entorno familiar. Ese modo de construir la circulación del deseo entre los cuerpos fue para mí la llave a una afirmación sobre mi propia subjetividad, la apertura de una manera distinta para pensarme”.

Justamente, es ese tipo de imágenes afirmativas y a contracorriente las que Martinelli va a buscar en las películas que nos presenta en el libro, con la expectativa de que puedan oficiar como un espejo para lxs habitantes de moralidades sociales minoritarias. Pero para realizar tal tarea es preciso tener una vocación y una convicción: somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotrxs, como pensaba Jean Paul Sartre; una convicción nada fácil de sostener en momentos en que las imágenes de las “víctimas” se llevan puesta la capacidad de rebeldía de lxs sujetxs que padecen los infortunios.
Martinelli demuestra (y muy bien) la profundidad de su convicción. En efecto, visto en su conjunto, el libro argumenta desde una matriz de pensamiento que se opone al sentido común de la opresión: incita a ver potencia donde se creía que había inercia, a ver sujetxs que resisten donde se creía que había solo víctimas, e inclusive a ver alianzas entre marginadxs donde sólo se veían sufrimientos solitarios; ese tipo de alianzas que son producto de las famosas “tretas de los débiles” sobre las que Josefina Ludmer escribió hace ya cuarenta años.
El análisis de las películas se estructura en base a dos grandes figuraciones simbólicas. La primera es la de la “reclusión”, que el autor divide en la “reclusión sanitaria” (Crónica de un niño solo, 1965 y La Raulito, 1975) y la “reclusión disolutoria” (Habeas Corpus, 1986 y Yo, la peor de todas, 1990). La segunda es la del “extravío”, que incluye como subfiguras lo “migratorio” (Bolivia, 2001 y La león, 2007), el “yire” (Vagón fumador, 2001 y Ronda nocturna, 2005) y lo “criminal” (Vil romance, 2008 y Fango, 2012).
En la primera parte del libro, dedicada a la reclusión, los modos de lo sanitario y de lo disolutorio dan al autor posibilidades de pensar en los imaginarios sociales sobre la sexualidad y el género que podían verse reflejados y transgredidos en los filmes. Para Martinelli, la reclusión sanitaria entendida como el encierro que amolda el cuerpo en aras de una reinserción futura es desobedecida por medio del reconocimiento horizontal que producen los lazos de la amistad.
Allí aparece el niño queer que es violado por otros niños en medio de la naturaleza en Crónica de un niño solo pero, justamente, no aparece solo. Polín, el protagonista de la película, le tiende una mano luego de haber registrado el horror de la escena. Polín, por su parte, ya venía registrando sus propios horrores, los del encierro y la humillación penitenciarias de las cuales la narración no lo libera.
