Fuente: Contraeditorial

Por Daniel Víctor Sosa *
Una joven que nació a la vida política e institucional con apenas 27 años sigue interpelando a argentinos y argentinas. Desde la mitad del siglo XX esa frágil mujer se convirtió en una presencia tan poderosa como insoslayable. Semejante pervivencia tiene, seguramente, sus fundamentos. ¿Acaso su descarado arribismo? ¿Sus dotes histriónicas, tan útiles para la demagogia? ¿Su dudosa moral y su desenfrenado apoyo a un líder identificado con el nazifacismo? ¿Su retórica fantasiosa para consumo de incultos?
Todo eso y otras tantas (des) calificaciones persisten y dan fe de que Eva Duarte de Perón ocupa, pese a su desaparición física aquel 26 de julio de 1992, un lugar destacado en nuestros imaginarios.
La artista
Leemos y oímos, por ejemplo, que una niña bastarda creció sin demasiada educación formal. Padeció la humillación, la pobreza, y casi adolescente se lanzó a la aventura en la Gran Ciudad.
“Apadrinada”, se suele decir, logró un lento ascenso en la vida artística. Aunque no llegó más que a interpretar papeles secundarios. Tuvo, sin embargo, su día de gloria cuando conoció a un coronel que la iba a encumbrar hasta el nivel de consorte del Presidente de la Nación.
Siempre según esta versión, la ya autotitulada Evita usurpó un espacio hasta entonces reservado a las damas de alta sociedad. Se vistió de reina, lució joyas costosas y tuvo el tupé de despreciar a esas señoras y señoritas de alcurnia. ¡Horror. Era el triunfo del mal y de la indecencia!
Por eso en los cenáculos del dinero y en las sedes partidarias opositoras alegró su deterioro físico y se festejó su muerte. Todo empezaba a volver a la normalidad con su partida de este mundo, aunque faltaban aún tres años más hasta el momento de derrocar al tirano.
Volvió así a reinar aquella vieja oligarquía. Esa que Ella, con su voz única y su pasión en cada discurso, separó claramente del Pueblo de los “descamisados”.
Pero algo había cambiado en el país. Aún sin su presencia física, Evita anidaba amorosamente en el corazón de multitudes. Entonces los gobernantes de facto, militares y civiles de recambio, aristócratas de campos y finanzas, tuvieron miedo. Mucho miedo.
Los “libertadores”
Por eso, cuando se apresuraron a dar el golpe desplegaron acciones diabólicas. Ellos, tan cristianos y piadosos que se declaraban: la consigna “Cristo Vence” fue pintada como supuesta bendición en el fuselaje de los aviones que la Marina de Guerra hizo decolar con intenciones magnicidas.
Ensayo fracasado. Pero a cambio bombardearon a cientos de civiles desguarnecidos. Fue en la Plaza de Mayo, en junio de 1955. Consumada finalmente la insurrección y con la ilusión de surimir un símbolo de suma peligrosidad, los “libertadores” secuestraron y ocultaron el cadáver de Eva. Tarea en la que contaron con el comprensivo auxilio de dignatarios
eclesiásticos y el visto bueno de dirigentes partidarios.
Creyeron con esa saña sortear las maldiciones que su palabra ardiente grabó en los oídos y en el corazón del Pueblo. Ocluir además su memoria (vano intento) junto con la del conductor del Movimiento.
El tiempo demostró lo contrario, por más que el macabro juego del escondite duró 17 años. Los humildes, de quienes Ella fue abanderada, lejos de olvidarla, nunca dejaron de acariciar el objetivo de llevar su nombre a la Victoria.
*Autor del libro EL MONSTRUO Y LA FIESTA, barricadas peronistas y opositoras allá lejos y hace tiempo (Ediciones Ciccus, 2023).
