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A la salud de la democracia

FUENTE: Por Flavia Demonte, Silvia Hirsch y Andrea Mastrangelo* El Diplo

En las últimas cuatro décadas, las políticas de salud en Argentina han oscilado entre enfoques progresistas y liberales. Un recorrido desde el primer gobierno peronista, durante el cual Ramón Carrillo sentó sus bases, hasta la actualidad, con la pandemia de COVID-19 como extremo, revela la centralidad del rol del Estado como ente regulador. Esto resulta especialmente relevante en un contexto en el que la extrema derecha seduce a sus votantes con la idea de reducción del gasto público.

Durante el primer gobierno peronista las propuestas de Ramón Carrillo sentaron las bases de las políticas de salud nacional: universalidad, integralidad, gratuidad, oportunidad y eficacia en el abordaje y resolución de los problemas de salud, así como la organización de los servicios y el hospital como centro formador de trabajadores. En este esquema, el Estado tenía una responsabilidad rectora y, por lo tanto, centralizada, en la regulación y el control de las financiadoras y las prestadoras para garantizar acceso y cobertura. A su vez, establecía los lineamientos de las políticas de salud para prevenir e intervenir en los problemas prevalentes, en poblaciones urbanas y rurales. Como parte de un clima de época, además, predominaba un sanitarismo emparentado con la medicina social y sus modelos explicativos. Es decir, los problemas de salud y las enfermedades se asociaban con las condiciones de vivienda, el agua potable, la alimentación y los salarios, y no solamente con los agentes patógenos (1).

Casi un siglo después, nuestro sistema sanitario está integrado por tres subsectores: público, obras sociales y medicina privada. Se caracteriza por ser fragmentado, heterogéneo y caótico, dadas las múltiples instituciones prestadoras y financiadoras). A pesar de su abultado gasto, presenta altos niveles de ineficiencia, y su orientación es más asistencial/curativa (que preventiva), enfocada en centros y hospitales especializados. En las últimas décadas, se puso en evidencia cómo los procesos de privatización e hiperespecialización de la atención de la salud fueron en detrimento de las prácticas orientadas a la prevención, promoción y atención primaria (APS), obstruyendo la intersectorialidad de las políticas, la participación comunitaria y la inserción de equipos de salud en donde la población vive, trabaja y estudia.

Entre el progresismo y el liberalismo

Las reformas más brutales y extendidas en el sistema de salud se desplegaron como parte de las reformas del Estado de la década de 1990, basadas en el mantra de la reconversión, la desregulación, las privatizaciones y la flexibilización laboral. En ese contexto, se acentuó la concentración de la atención en centros especializados con sofisticada tecnología médica, profesionales especialistas y suntuosos servicios de hotelería, expandiendo el lucro y la inequidad.

En el sistema público de salud se acentuó el desfinanciamiento debido al aumento de la descentralización desde la nación hacia las provincias y municipios. Laboratorios e institutos como el Malbrán, hospitales y centros de atención primaria de la salud se transformaron en blanco de ajuste presupuestario disfrazado de “reforma: despidos, reconversiones, investigaciones desfinanciadas y efectores para “pobres”. Esto generó mayores inequidades en la investigación y en la atención, con trabajadores cada vez más precarizados y los salarios más altos derivando aportes al sistema privado.

En paralelo, y desde una mirada económica, el sistema se privatizó siguiendo objetivos fiscales. Así, desde los principios fundamentales, se evidenció una clara tensión entre la concepción de salud y atención como derechos conquistados, en contraposición a la visión de salud como una mercancía y un servicio contratado. Fue en ese marco que en 1994 se resolvió a favor de la segunda mirada, cuando la reforma de la Constitución Nacional tipificó a la salud como un bien público esencial y, por lo tanto, garantizado –pero no ejercido– por el Estado (2).

El sistema de salud fragmentado y desigual es reflejo de la sociedad argentina.

Más allá de este proceso de privatización e hiperespecialización, en los últimos 40 años, estos tres subsectores fueron también objeto de diversas propuestas de reforma, que oscilaron entre el progresismo y el liberalismo más rancio: seguro nacional de salud, en la década de 1980; libre elección de las obras sociales y hospitales de autogestión, en la década de 1990. Ante el empobrecimiento de los sectores medios y su “caída” en el sistema público, en 1995 se fijó un Programa Médico Obligatorio con prestaciones indelegables para obras sociales y prepagas. Hitos redistributivos como la ley de prescripción de genéricos y la provisión pública de medicamentos a centros de atención primaria durante el kirchnerismo, fueron seguidos por la propuesta de cobertura única de salud en el macrismo.

En el contexto de emergencia por COVID-19, se avanzó en la necesidad de dotar rápidamente al subsistema público (universal como derecho) de Elementos de Protección Personal, tecnologías médicas, capacidad de internación en UTI y vacunas. La pandemia también evidenció la polarización entre acceso a la salud e ingresos, lo que habilitó el debate sobre la integración del sistema y la regulación del lucro de algunas empresas de medicina prepaga.

Conquista de derechos

Si miramos más allá de los servicios, estos 40 años también sobresalen por la conquista de derechos. Nuevas nociones de cuidado habilitaron la recuperación de los aspectos participativos de la APS, el desarrollo de “tecnologías apropiadas” como la formación comunitaria, interdisciplinaria y el abordaje intercultural de equipos de salud que favoreció la extensión de promotores de salud en el territorio (aunque en su mayoría precarizados y no profesionalizados). Es mérito del personal de la APS en contextos locales de todo el país ser la cara visible de la entrega de la nutrición adecuada a la población materno-infantil, del suministro de medicamentos esenciales, de las inmunizaciones, de la salud sexual y reproductiva, de la vigilancia y control de enfermedades crónicas y endémicas y de acciones de educación y promoción de la salud.

Finalmente, en lo relativo a la prevención, se consensuaron en democracia el calendario de vacunación gratuita más completo de la región, incluyendo la vacuna de COVID-19; el acceso a medicamentos esenciales en centros de atención primaria; la prescripción de medicamentos por nombre genérico en todo el sistema; el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos en un contexto legal respetuoso de las identidades de géneros; la legalización del aborto, y las leyes de abordaje integral incluyendo pesquisa de diagnóstico y tratamiento para enfermedades infecciosas y crónicas no transmisibles, sean éstas prevalentes o poco frecuentes.

El brote de cólera de 1992 en el noroeste del país puso en evidencia la desinversión en la provisión de agua y saneamiento básico en poblaciones vulnerables. Además, hizo visible la estigmatización hacia una población étnicamente diversa, culpabilizándola de la dispersión de una enfermedad. Casi tres décadas más tarde, la llegada de la epidemia de COVID-19 volvió a revelar que el hacinamiento en viviendas y barrios impedía cumplir con las medidas de aislamiento preventivo y obligatorio. Pero lo singular de esta pandemia fue que, mientras los medios estigmatizaban a sectores vulnerables como los barrios populares y los pueblos indígenas (por ejemplo, a los qom en Resistencia), fueron los mismos habitantes de esos barrios quienes, a partir de acciones concretas como el abastecimiento y la producción de alimentos, organizaron prácticas de autocuidado y exigieron protección de derechos (3).

En ambos casos, en la epidemia de cólera y en la de COVID-19, el cierre por medio de vallas o montículos de tierra, la presencia de efectivos policiales en los barrios y el repudio de vecinos, acusándolos de dispersar el virus, muestran cómo los problemas de salud son interpretados colectivamente en un contexto de racismo estructural.

¿Cómo hacer, entonces, para promover la integración de las diversidades socioculturales en salud? Durante los 40 años de democracia, progresivamente y a partir de la convergencia de políticas sociales focalizadas en pueblos originarios, se fue pasando de un enfoque de orientación de recursos a un “sector vulnerable” a uno de integración de diagnósticos y prácticas terapéuticas desde una perspectiva de salud intercultural. Las primeras acciones se registraron en la década del 2000, a través de la recolección de las recomendaciones de la OPS (presentes en el documento Decenio de los Pueblos Indígenas de 2004), que llevó a la creación del Programa de Apoyo Nacional a las Acciones Humanitarias para Población Indígenas –ANAHI– y al subprograma Equipos Comunitarios para Pueblos Originarios. Ambas políticas nacionales fueron bifrontes: por un lado, respondieron a la focalización y el recorte presupuestario y, por otro, brindaron atención en zonas con difícil acceso a servicios de salud. Comprender e intervenir sobre la combinación de diversidad y desigualdades en salud excede los abordajes de la epidemiología clásica, lo que explica que incluso programas de hospitales privados han complementado el trabajo de los profesionales de salud con estrategias de abordaje sociosanitario para minorías y diversidades.

Finalmente, otro campo emergente es el de la salud ambiental, que pone de manifiesto la relación entre pasivos ambientales y salud, a la vez que acompaña la agenda internacional de Objetivos de Desarrollo del Milenio de Naciones Unidas. En la arena política, la salud ambiental disputa una agenda desde arriba, que asocia cambio climático y emisiones con “catástrofes naturales”, y una agenda desde abajo, que incluye investigaciones en territorio que denuncian la contaminación asociada a la expansión del neoextractivismo (minería, pero también agronegocio) como escenario de propagación de padecimientos, en articulación con organizaciones sociales y no gubernamentales, vecinos y vecinas a fin de incidir en las políticas públicas (4).

Si pensamos en el Estado al declararse la pandemia de COVID-19, el Instituto Malbrán fue crucial. Siendo la COVID-19 una zoonosis emergente, el Malbrán determinó primero si las cepas virales de las muestras se correspondían con el patrón internacional y luego las variantes que circulaban en el país. De este modo pudo asociar sintomatología con tratamiento, e inferir los cursos que seguía la transmisión comunitaria para contener los contagios. Por tratarse de un virus nuevo, al tener montados laboratorios de referencia nacional y con bioseguridad adecuada, el Malbrán fue el principal generador de evidencias para las decisiones sanitarias. Entre sus numerosas intervenciones fueron centrales: el control de calidad de los nuevos kits diagnósticos y la identificación de las cepas circulantes en Argentina para que sean cubiertas por las vacunas que se estaban adquiriendo y desarrollando al mismo tiempo que aumentaban los contagios.

Hitos redistributivos como la ley de prescripción de genéricos y la provisión pública de medicamentos a centros de atención primaria durante el kirchnerismo, fueron seguidos por la propuesta de cobertura única de salud en el macrismo.

El rol del Malbrán es investigar y desarrollar vigilancia sanitaria de enfermedades endémicas, epidémicas y emergentes. Los trece institutos que lo componen articulan acciones como testeos confirmatorios, o estudios de epidemiología en campo con desarrollo y producción de sueros diagnósticos y vacunas en el territorio nacional. Se investigan allí desde enfermedades genómicas hasta escorpionismo o aracnismo, desde tuberculosis a Chagas, dengue y diabetes. Sin embargo, esta idoneidad sanitaria que los trabajadores sinterizaron en “Mi trabajo son tus derechos” no siempre fue reconocida y, en la actualidad, la lucha por el presupuesto, la enajenación de predios y otras formas de vaciamiento continúa.

En los 40 años de democracia vimos que la reconversión de funciones estatales va de la mano con la reducción del interés público y que, cuando se trata de un bien superior como la salud colectiva, descuidar ese interés público puede ser, como lo demostró la epidemia de COVID-19, fatal para las mayorías.

Pero estamos hablando de salud pública en democracia, que no es sólo tema de mayorías, sino también de derechos. Entre las muchas batallas de ampliación de derechos que dio la salud pública en este período se cuentan también el campo de la salud ambiental y la perspectiva “Una Salud”, en donde se asocia la salud humana con la de los ecosistemas. Las zoonosis, patologías que involucran nuestro vínculo social con animales, nos permiten ilustrar también esta transformación política. En 1976 ante un brote de rabia canina en la ciudad de Buenos Aires, el abordaje de la dictadura fue el exterminio de perros en cámaras de gas. Ya en democracia, a fines de la década de 1990, emergió en territorio argentino la leishmaniasis visceral, una parasitosis urbana cuyo reservorio también es el perro doméstico. La epidemiología de campo orientada por el Malbrán (5), con la participación de corporaciones profesionales de veterinaria, de proteccionistas y en menor medida de criadores de perros, junto a funcionarios municipales de las áreas endémicas, armaron un conjunto de estrategias de abordaje para acompañar con cuidado sanitario la salud de los sujetos no humanos, sin tener a la eutanasia canina como única estrategia.

Por la ampliación del sistema público

En octubre se cumplen 40 años ininterrumpidos de democracia. El sistema de salud fragmentado y desigual es reflejo de la sociedad argentina. La experiencia cercana de la pandemia nos permite tener una dimensión clara de lo que significa la presencia de una estructura sanitaria estatal ante la incertidumbre de un nuevo virus. Demostró que vale la pena seguir reclamando al Estado más derechos y mejor cobertura, tanto como el sostenimiento y la ampliación del sistema público de prevención y atención, de modo que garantice equidad en el acceso y en los cuidados.

Además, es necesario celebrar en este contexto la importancia de continuar y ampliar la inversión en ciencia y tecnología, bajo la dirección del Ministerio de Salud. Esto permitiría, entre otras cuestiones, tener derecho a una ley de muerte digna, promover la producción nacional de vacunas y fármacos y regular la injerencia del mercado, vía laboratorios químicos y farmacéuticos, en la interpretación del registro epidemiológico. Para hacer realidad estos deseos necesitamos no sólo de investigación biomédica y biotecnológica, sino también de una comprensión biosocial del fenómeno sanitario que encarne los ansiados abordajes sociosanitarios participativos e integrales.

1. Años más tarde, en 2005, esta perspectiva será retomada internacionalmente por la OMS y la OPS con el enfoque de los determinantes sociales de la salud y, en el plano discursivo, será recuperada en las políticas y programas nacionales.

2. La epidemia de COVID-19 fue un luctuoso episodio que mostró que la salud colectiva tiene un carácter eminentemente público, de lo contrario es una forma de tanatopolítica –política de la muerte–. El derecho a la salud, a la atención y al cuidado son responsabilidades indelegables del Estado.

3. Es importante destacar la capacidad de diálogo, adaptación contextual y respuesta rápida que desplegaron a lo largo de todo el ciclo epidémico de COVID-19 los ministerios de Salud nacional y provinciales. Un ejemplo, fue el programa DETECTAR, un dispositivo indispensable para identificar casos, prevenir y aislar a quienes contrajeron el virus y contener la circulación comunitaria, de carácter universal, pero estratégicamente ubicado en las cercanías de los barrios populares.

4. Algunas de estas experiencias son lideradas por universidades nacionales públicas, como la implementada por la Universidad de Rosario sobre salud ambiental desde la ecología política; la de la Universidad de Córdoba sobre epidemiología ambiental del cáncer; la de la Universidad de Río Cuarto sobre genética y mutagénesis ambiental, y la de la Universidad de La Plata sobre los efectos de la contaminación ambiental derivada de las actividades agropecuarias.

5. Un equipo de investigación en el que participa una de las autoras, Andrea Mastrangelo (CONICET-EIDAES).

Este artículo integra la serie 40 años de democracia, elaborada junto a la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales.

Ver otros artículos aquí.

* Respectivamente: Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Investigadora de CONICET y docente en la Escuela IDAES. Su último libro es Quedan 15 días de cuarentena, con Andrea Mastrangelo, CICCUS, 2022. / Antropóloga, docente e investigadora de la Escuela IDAES. Su última compilación, junto a Mariana Lorenzetti, es Salud pública y pueblos indígenas en la Argentina: encuentros, tensiones e interculturalidad, UNSAM edita, 2016. / Antropóloga. Investigadora CONICET y docente en la Escuela IDAES. Su publicación más reciente es Amor y enfermedad. Etnografía de una zoonosis, UNSAM edita, 2021.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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